Article del Quim Monzó a "La Vanguardia", 26/01/2011.
El domingo, en el congreso nacional del PP, Javier Arenas, presidente del PP andaluz y vicesecretario de política regional, lanzó una amenaza. Para apoyar en algo sólido su retórica, de entrada echó mano del pobre Blas Infante, andalucista, republicano y federalista al que se le pondrían los pelos de punta si viese qué personajes manipulan hoy su figura en beneficio de ideas contra las que él luchaba y por las quemurió: fusilado en la carretera de Sevilla a Carmona por los seguidores de Franco, ese mismo Franco que los políticos del PP –del que Arenas es figura señera– veneran hasta el punto de preservar los monumentos y las placas que en las vías públicas glosan aún su victoria gloriosa. Cuando consideró que ya había manoseado lo suficiente a Infante, Arenas explicó qué harán cuando gobiernen en Andalucía: “No miraremos para otro lado, seremos beligerantes si a un niño andaluz se le intenta obligar a estudiar en otra lengua distinta a la suya, o si algún andaluz no puede acceder a un empleo por estar formado en castellano; o sea, en español. Seremos beligerantes, sin duda ninguna”.
O sea, que serán beligerantes. Cómo, no lo explicó. Descartada una invasión por tierra, mar y aire, queda el recurso a los sobres de polvos picapica. Yo haría que los bombardeos de picapica los comandase Sergio Ramos, el prodigioso ideólogo que, en rueda de prensa junto a Gerard Piqué, se ofendió porque este y un periodista hablaron en catalán. Le dijo Ramos a Piqué: “¡En andaluz, díselo en andaluz que está muy bien! Se ve que le cuesta entender el castellano”.
Arenas y los suyos –y la mayor parte del PSOE también– desean una Catalunya en la que los inmigrantes, vengan de donde vengan, lo sean a perpetuidad. Si son andaluces los que llegaron aquí en el sevillano, con su famosa maleta, pues que lo sean ellos y todos sus descendientes. Les encanta que, generación tras generación, sigan sintiéndose extraños en la tierra en la que nacen. Y que sean ellos los que integren a los indígenas a su cultura, para, así, diluirse todos en un país de inmigrantes eternos, culturalmente teledirigidos por las cadenas de telebasura: ellos, sus hijos y los hijos de sus hijos. De esa forma –calculan Arenas y los suyos, y los otros, y los de más allá– dispondrán por los siglos de los siglos de una suculenta bolsa de votantes amargados, fruto del recelo que les inculcan hacia el repugnante país en el que viven. Según lo que dice Arenas, si mi madre –andaluza de Granada– hubiese llegado ahora a Catalunya y a mí no me hubiesen obligado a estudiar “en castellano; o sea, en español”, él hubiese sido beligerante hasta lograrlo. Le agradezco la buena voluntad, señor Arenas, pero para su tranquilidad le diré que en la época en la que estudié mandaba el antes mencionado Franco, que tenía sobre los idiomas unas ideas igualitas a las suyas. Hubiese estado usted orgulloso de él.
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