UN RESTAURANTE ha tenido el atrevimiento de no permitir más la entrada de niños menores de seis años. Es un restaurante de Monroeville, un suburbio de Pittsburg, la ciudad que vio nacer a la admirable Gertrude Stein. Se llama McDain’s y, hace un mes, su propietario, Mike Vuik, envió a sus clientes un e-mail que decía: “A partir del 16 de julio del 2011, el restaurante McDain’s ya no admitirá niños menores de seis años. Creemos que el McDain’s no es sitio para niños pequeños. No se puede controlar su volumen de sonido y muchísimas veces han molestado a nuestros clientes”.
No sé si es el único caso en el mundo o si hay otros similares. En nuestro país ya hay hoteles que están ganando clientes precisamente por el hecho de no admitir niños, pero no sé si hay restaurantes que hagan lo mismo. El caso es que hace ya unas semanas que han implantado la norma y les va de maravilla. La noticia es suculenta y los medios de comunicación
–locales e internacionales– la han referido con interés. En las entrevistas, Mike Vuik explica que abrió el restaurante hace una década y que, año tras año, ha visto como los modales de los críos iban empeorando poco a poco. La grosería y la falta de educación han llegado a tal punto que ha decidido optar por esa regla: ningún niño menor de seis años en el restaurante, sin ninguna excepción. Dice: “No tengo nada contra los niños, pero no puedes controlar sus gritos. Puede haber otros dueños de restaurantes a los que eso les parezca bien, pero a mí, no”.
–locales e internacionales– la han referido con interés. En las entrevistas, Mike Vuik explica que abrió el restaurante hace una década y que, año tras año, ha visto como los modales de los críos iban empeorando poco a poco. La grosería y la falta de educación han llegado a tal punto que ha decidido optar por esa regla: ningún niño menor de seis años en el restaurante, sin ninguna excepción. Dice: “No tengo nada contra los niños, pero no puedes controlar sus gritos. Puede haber otros dueños de restaurantes a los que eso les parezca bien, pero a mí, no”.
Mike Vuik tiene más razón que un santo. Recuerdo épocas en las que, si los niños pequeños hablaban en voz demasiado alta, los padres les advertían de que no lo hiciesen, para no molestar al resto de los comensales. Y, si el niño era un bebé de meses –y por lo tanto no tenía aún edad de saber las normas de comportamiento–, cuando se ponía a llorar uno de los padres se levantaba de la mesa, cogía el cochecito y lo sacaba del bar o restaurante a pasear un rato. Y ahí se estaba, paseando tanto como fuese necesario, y no regresaba hasta que el niño se había vuelto a dormir. Ahora no. Ahora berrean histéricamente y los padres siguen comiendo tan panchos, ajenos a la indignación creciente de los que, en las mesas cercanas, tienen que soportar los lloros de sus críos. Y, cuando dejan de tener meses y pasan a tener dos, tres o cuatro años ¿cuantos padres han visto ustedes últimamente que enseñen modales a sus hijos en la mesa? Una ínfima minoría. Al contrario, muchos padres defienden su mal comportamiento. Dice Mike Vuik: “Actúan como si fuésemos nosotros quienes les estuviésemos molestando a ellos”. De modo que, si los padres no saben educar a sus hijos y no permiten que los camareros les llamen la atención, la solución es no admitirlos.
Desde que tomó esa decisión, el restaurante recibe muchos e-mails de agradecimiento. Sucede lo mismo que con los hoteles que no admiten niños. Si entre nosotros algún restaurante decide adoptar esas mismas normas, por poco bien que cocine seremos muchos los que nos convertiremos en clientes fieles. Ya era hora de que Herodes se metiese a chef.
1 comentari:
Estic d'acord amb el fet que els pares han d'intentar controlar els fills i fer-los comportar-se bé a taula però demano per Reis un nen mogut i inquiet pel Monzó i companyia a veure si millorem l'empatia... Sinó cap problema, ja soparem a casa...
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