El cierre del restaurante El Bulli ayudará a recuperar cierta perspectiva sobre un periodo delirante de la gastronomía moderna. Entendida como amalgama de disciplinas diletantes, que actúa como prestación sustitutoria de la tradición, la tecnococina ha provocado simpatías, rechazos y otras reacciones. Por un lado, la rendición sectaria a una interpretación de la creatividad que contagia la idea del espectáculo y la experiencia por delante del placer de alimentarse y de la necesidad del oficio (todo envuelto en una aureola más cercana a los parques temáticos que a una artesanía del gusto). Por otro lado, una inflación en cocinas tan potentes como las del País Vasco, Catalunya o Francia, que, en un par de décadas, han violentado la jerarquía de precios, la lógica de los ingredientes y, sobre todo, la trascendencia de una actividad tan felizmente doméstica como cocinar y comer.
No dudo que El Bulli haya podido ser el símbolo de muchos cambios positivos pero también coartada para debates como el que ha enfrentado los conceptos de slow y fast food. Es un timo que, a base de manipular los ingredientes de la discusión, ha logrado beneficios más ideológicos y mediáticos que de calidad alimentaria. Ahora que, según anuncia Ferran Adrià, empieza una nueva etapa (la crisis es el motor de este cambio y obliga a una revisión de los principios de la oferta, que ya está modificando sus hábitos a favor de la bistronomie contra la peor gastronomie), no sé si se mantendrá la confrontación entre lentitud y prisa como sinónimos simplistas del bien y del mal.
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